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El patecumbia

09/11/2021 El Oriente - Enrique Carvajal

“Su andar era penoso: tenía una pierna más corta que la otra y cada vez que asentaba su extremidad coja pisando sobre la punta del pie tratando de nivelarse”

Acababa de ingresar como abogado externo al servicio de Texaco Petroleum Company (TexPet) cuando ya me encargué de mi primer caso penal en el área petrolera. Agentes de Policía de Lago Agrio habían sorprendido a un ciudadano tratando de vender unos metros de cable coaxial que había sido sustraído de las bodegas de la compañía.

En la tarde me dediqué a enterarme de los pormenores del caso y posteriormente, ya en la noche, en mi habitación del campamento de Texpet recibí una llamada telefónica. La voz era de un hombre bastante mayor quien apresuradamente me disparó a quemarropa lo siguiente: “Oiga, abogado, soy padre de (fulano de tal) que está preso. Déjele libre, yo tengo un gallito para usted”. Le respondí que lo mejor sería que venda el gallo y consiga un abogado. Pensé que era una broma, tal vez un conato de soborno, o quizás una velada amenaza. El día siguiente me puse a averiguar el significado de la expresión y luego de varias suposiciones me quedé con la versión de que podía tratarse de una advertencia, pues a un gallito se le corta el pescuezo.

En la mañana quise conocer al hijo del siniestro personaje y me dirigí al cuartel de Policía. El oficial jefe de guardia me permitió pasar y señalando con el dedo me indicó el calabozo. El calabozo era una amplia y maltrecha construcción con una sola ventana enrejada.

Esperaba encontrar una multitud en su interior, pero me sorprendió que aparentemente estaba vacío. Una impenetrable obscuridad acompañada de un profundo silencio y un desagradable olor eran los ingredientes de un ambiente tan denso que imaginé que podría cortarlo con un cuchillo, como si fuera un queso. Mientras mis ojos se iban habituando a la oscuridad iba tomando forma un hombre solitario sentado en el piso al fondo, en un rincón. De pronto, a mi espalda, un policía gritó con voz fuerte: “Oye patecumbia, tienes visita”. Tiene un “alias”, característico del hampa, pensé.

El hombre se incorporó con dificultad arrimando su espalda contra la pared e inició una larga caminata hacia la reja. Su andar era penoso: tenía una pierna más corta que la otra y cada vez que asentaba su extremidad coja pisando sobre la punta del pie tratando de nivelarse, levantaba los dos brazos como si fueran alas para mantener el equilibrio y conservar el balance, como si imitara a un pájaro en vuelo. Esa falencia física había originado el singular mote de patecumbia. Ese fue el momento en que murieron las palabras. Confundido, no se me ocurrió otra cosa que batirme en retirada, apresuradamente.

En la noche, en mi habitación, mientras repasaba los eventos del día, recordé una historia que considero es exacta porque me la narró un colombiano de cepa: Colombia fue, desgraciadamente uno de los países americanos receptores de esclavos africanos introducidos por traficantes ingleses, franceses y otros países europeos. Cada noche, los esclavos, después de las agotadoras jornadas de trabajo se reunían a cielo abierto y a la luz de las fogatas para hacer lo que su sangre y sus genes les obligaban: bailar.

Por su condición de esclavos llevaban aferradas a sus tobillos con grilletes y cadenas sendas bolas de hierro que evitaban su fuga y limitaban sus movimientos. Mientras el infaltable bongosero marcaba el ritmo con su bongó, el esclavo bailaba alrededor del hierro tan lejos como la cadena le permitía. La molestia del grillete hacía que el bailarín trastabille, cojee y pierda el equilibrio y para balancear el peso y mantenerse en pie elevaba sus brazos y los movía a manera de alas. La tragicómica situación de los esclavos dio origen a los pasos fundamentales de la cumbia, música rítmica, dinámica y alegre que por décadas nos hizo bailar a los ecuatorianos, eternamente sumidos en nuestras melancólicas melodías.

Esta historia se concatenó con los sucesos del día y, dejando a un lado al gallito y al desafortunado preso, pasé a pensar en la forma cómo actuaría el famoso bongosero que, castigando al cuero con sus hábiles manos prietas, marcaba el ritmo con el latido del bongó poblando mi imaginación e invadiendo mi cerebro: “Patecumbia, Patecumbia”!! En mi ya tranquilo sueño, se desvaneció el infeliz privado de libertad y la amenaza del corte de pescuezo.

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